CHALI, UN LUGAR OLVIDADO EN LA INMENSIDAD DE SUDÁN

Relato de Alfonso Armada

Era el 6 de junio de 2006, es decir, hace una eternidad de olvido, ahora que el tiempo se acelera porque hemos olvidado la manera de prestar atención … Leer artículo completo

Tras dos décadas de exilio y con la ayuda de ACNUR, 2.000 refugiados,  en su mayoría niñas y niños huérfanos, regresan a la tierra que antes ocuparan sus abuelos… ya que sus padres y madres murieron durante los combates. 

Francisco Magallón – Chali, Sudán, 2006

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Era el 6 de junio de 2006, es decir, hace una eternidad de olvido, ahora que el tiempo se acelera porque hemos olvidado la manera de prestar atención.

Tardé en aprender, porque no me lo dijeron en la facultad, que el periodismo consiste en ayudar a ponerse en el lugar del otro. Tardé en aprender, porque no me lo enseñaron en ningún sitio, salvo leyendo los libros de otros compañeros periodistas menos ensimismados en su ombligo, o en el ombligo de su patria, fuera la que fuera, que nuestro oficio consiste en prestar atención.

Era el 6 de junio de 2006, hace más de diez años, cuando todavía se viajaba con relativa frecuencia y la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) se había animado a trasladar a un grupo de reporteros españoles a varias regiones del asendereado Sudán (entonces todavía era un solo país, el más grande de África) para ver cómo se cocía la vida y la muerte en Darfur y cómo se reconstruía la vida y regresaban los refugiados a un lugar atezado por el sol llamado Chali, en la región de Blue Nile, es decir, Nilo Azul.

La memoria es un animal muy extraño, que se comporta de manera imprevisible. Recupero lo que escribí entonces para que los vagos recuerdos de Chali no me traicionen, no me hagan una mala jugada.

Asistimos al lento regreso de vecinos que habían buscado refugio en Etiopía. Ante la destrucción generalizada causada por las tropas de Jartum, los antiguos habitantes de Chali se habían puesto manos a la obra para levantar tukules, la tradicional choza de ramas trenzadas y paja de pueblos como el uduk, que es mayoritario en el valle de Chali. Es admirable cómo plantean cada choza, con qué armonía entrelazan ramas que en sus manos parecen volverse flexibles como el bambú, y luego tejer tejados que les amparen del calor inusitado y del frío que suele presentarse siempre con la noche.

Recuerdo que hablé con Sera Yesua, que tenía entonces 27 años y cuatro hijos, todos nacidos en el exilio en Etiopía, donde en aquel entonces seguía viviendo su marido. Ella me dijo que estaba segura de que él, tarde o temprano, volvería. Recuerdo que Sera Yesua, como la mayoría de las mujeres con las que hablamos, se echaba a reír ante cada pregunta que le formulábamos a través de la traductora. Como en otros muchos pueblos africanos, las mujeres son las que más trabajan. En su caso, la tradición les permite rechazar a su marido y volver a casarse si su pareja les maltrata o no se convierte en “un buen proveedor”, que es otra forma de denominar al cabeza de familia, al padre. A diferencia de otras etnias sudanesas, como los nuer o los dinka, los uluk, que en su mayoría practican la religión católica, no son belicosos.

Habiba tenía entonces 18 años y quería ser maestra. Cristiana, tenía el pecho orlado de escaras: dibujos geométricos, rectos y ondulados, una forma de belleza que se logra tras no poco sufrimiento.

No he vuelto a Chali desde aquel junio de hace más de diez años. Y me gustaría. Para comprobar si los tukules se convirtieron en casas más sólidas, y si Sera y Habiba han tenido la vida que esperaban cuando regresaron del exilio en Etiopía al Sudán del que apenas hablamos, que olvidamos copiosamente, como buena parte de los lugares de la Tierra que pensamos que no nos conciernen. Porque hemos olvidado que todos fuimos, somos y seremos emigrantes. Fuimos, somos y seremos refugiados.

 Alfonso Armada.