SORDIDEZ

Relato de Ángela Alcover

El calor es pegajoso, el olor nauseabundo. Por el suelo fluye un líquido viscoso imposible de identificar. Es un lugar muy grande, un barrio entero de casas minúsculas y cuartuchos lúgubres. A este laberinto serpenteante de miseria sólo se entra por un angosto callejón. En cada rincón, hombres sucios con ojos vidriosos y mujeres tristes de mirada perdida … Leer artículo completo

Explotadas, agredidas y prostituidas viven en reducidos espacios donde nacerán sus hijos para volver a recomenzar su propia historia. Sólo junto al mercado principal de la ciudad,explotan a cientos de personas…más de la mitad no llega a los 16 años.

Francisco Magallón – Daka, Bangladesh, 2009

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El calor es pegajoso, el olor nauseabundo. Por el suelo fluye un líquido viscoso imposible de identificar. Es un lugar muy grande, un barrio entero de casas minúsculas y cuartuchos lúgubres. A este laberinto serpenteante de miseria sólo se entra por un angosto callejón. En cada rincón, hombres sucios con ojos vidriosos y mujeres tristes de mirada perdida. Hay muchos niños que corretean distraídos. Son la nota discordante de un lugar sin esperanza. Estamos en Bangladesh, en uno de los mayores prostíbulos de Asia. Si no lo ves, no puedes imaginar su existencia. Pero es real y tiene pasado. Ya ha cumplido más de 200 años.

Sonia se acerca. Dice que tiene 15 años. Va pintada en exceso. Labios rojos, raya negra en los ojos y un bindi o tip en la frente. Por sus rasgos, aparenta ser un chico que se ha travestido. Quizá lo sea. Se refiere a sí misma en femenino. Con una sonrisa tímida nos cuenta que su madre huyó para no volver. Atrás dejó a seis hijos. Ella ha nacido allí, en ese barrio-burdel, así que tiene escrito su futuro desde el mismo momento en que fue gestada. Será prostituta (seguramente, ya ejerce aunque no lo quiera admitir). No tiene opción. Los proxenetas podrán comercializar con ella, tendrá que someterse a todos los hombres que se lo exijan, nunca podrá estudiar, ni salir de ese prostíbulo. Seguramente enfermará de gonorrea. Deberá tomar hormonas de vaca para engordar y ser más atractiva a los ojos de sus clientes. Le destrozarán el hígado, pero es lo que hay. Si se quedara embarazada, se auto-practicará un aborto. En el mejor de los casos, si alguna vez consigue salir de allí, será apedreada en cuanto alguien se entere de su procedencia. Ya ha pasado otras veces.  Jamás le ofrecerán un trabajo digno.

Impotencia.

Yo estoy en ese lugar y no puedo hacer nada por ella… ni por las demás. Sólo contar su historia. Veo a niñas, que aparentan tener unos trece años, entrar en covachas de la mano de hombres maduros. Y no puedo evitarlo. Observo a adolescentes, con evidentes signos de sufrir una discapacidad intelectual, ser acariciadas lascivamente por tipos que podrían ser sus abuelos. Y no puedo evitarlo. A una joven, la sangre le resbala por entre las piernas. Otra se encoje de dolor, tiene moretones en la cara. Y no puedo hacer nada. Una mujer me cuenta que no sabe quién es.  Sólo recuerda que nació en otro de estos barrios-prostíbulos y que de niña su madre la vendió.  Nunca ha visto otra cosa. Me doy cuenta de que el infierno debe ser así: sórdido, triste, maloliente y olvidado. Un lugar en el que te hacen mucho daño y, aunque grites durante doscientos años, nadie acude a salvarte. 

 

Angela Alcover