NO SABÍA LO QUE ERA UNA ESCUELA

Relato de Georgina Higueras

No sé qué edad tenía cuando comencé a plantar espigas de arroz. Recuerdo cómo se hundían mis pies en la tierra inundada y dúctil de la parcela, que entonces me parecía enorme. Por el contrario, cuando crecí comprendí que el terreno era tan pequeño que no daba grano suficiente para llenar el estómago todos días … Leer artículo completo

Si todas las mujeres del mundo parasen su actividad, éste no dejaría de dar vueltas sobre su eje… pero la economía se vería gravemente afectada, millones de niños y niñas morirían de hambre, la vida se pararía.

Francisco Magallón – Laos, 2010

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No sé qué edad tenía cuando comencé a plantar espigas de arroz. Recuerdo cómo se hundían mis pies en la tierra inundada y dúctil de la parcela, que entonces me parecía enorme. Por el contrario, cuando crecí comprendí que el terreno era tan pequeño que no daba grano suficiente para llenar el estómago todos días. Plantar fue mi primer trabajo, luego aprendí a limpiar de hierbajos las bien trazadas líneas del arrozal y por último a cortar los tallos y recoger las espigas.

Casi todas las niñas de la aldea trabajábamos en el campo. Los niños, sin embargo, se iban temprano a una escuela que había en el pueblo vecino. Yo no sabía lo que era una escuela, solo que ellos se iban y volvían casi al mismo tiempo que nosotras acabábamos las tareas del cultivo,  por lo que pensé que debía de tratarse de otro trabajo. Permanecí en mi engaño hasta que le pregunté a un niño por qué su ropa estaba seca. Nosotras siempre andábamos con los vestidos húmedos. La escuela era algo tan inalcanzable que ni siquiera soñé con ella hasta que no parí a mi primera hija. Tenía 14 años.

Nunca distinguí entre vida y trabajo. Cuando me casé dejé de atender la tierra de mis padres para cultivar la de mis suegros. Como nunca me han pagado por lo que hago, veo mi quehacer como la rueda con la que anda el carro donde va toda la familia. Al igual que el sol sale todas las mañanas, mi trabajo comienza cada día al alba y, enredado en mil rutinas, prosigue hasta el ocaso. Con frecuencia es un trabajo pasado por agua, regalo sagrado de las lluvias monzónicas.

En mi aldea somos principalmente las mujeres las que trabajamos el campo. Siento que la tierra me espera para que la germine con el mismo afán con que mis hijos buscaban mis pechos para alimentarse. Cuando los granos de arroz están cebados y el verde intenso con que han crecido comienza a dorarse, contemplo orgullosa el fruto de mi dedicación y mi esfuerzo. Plantar, cuidar, cosechar y volver a plantar, ese es el ciclo interminable que nutre mi vida y requiere toda mi atención.

Las mujeres nos ocupamos también de los hijos. Sobre nuestras fuertes espaldas recae el grueso del trabajo diario. Nadie espera que sea de otro modo, pero en los últimos años se ha abierto una puerta en la pesada tradición que nos condenaba a trabajar sin límite y sin conocimiento alguno.  Mi hija ya sabe lo que es una escuela. Conoce las letras y los números aunque solo fue dos años. Tuvo que ayudarme después de que sus dos hermanas murieran al estallarles la bomba de racimo que desenterraban. La habían lanzado los aviones que aterrizaron mi infancia. Mi nieta aún es pequeña, pero cuando crezca asistirá a la escuela todos los años necesarios. Yo solo sé trabajar el campo, ella tendrá que aprender otras cosas.

 

Georgina Higueras