PHUYUQHAWA (LA QUE MIRA LAS NUBES)

Relato de Liyanis González Padrón

Por muchos años escuché que las nubes eran buenos augurios de las lluvias que vendrían para alimentar a la Pachamama …Leer artículo completo

Piedra, adobe y paja … con sus sombreros de paño y mantos van camino del olvido, de la pobreza y lamuerte… Inequidad social, desigualdad económica y exclusión.

Francisco Magallón – Ecuador 2007.

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Por muchos años escuché que las nubes eran buenos augurios de las lluvias que vendrían para alimentar a la Pachamama. Mi abuela contaba una historia romántica en que las muchachas de este páramo de Colta miraban las nubes para pedir un buen amor y que, tras las lluvias, fueran veneradas por los hombres que algún día las desposarían para cubrirlas de halagos y tesoros. Yo tenía doce años cuando escuchaba, con entusiasmo y ensueño, aquella historia ancestral. Ahora, con mis ojos rasgados y el corazón viejo, puedo decir que la realidad de la vida se cuenta a través de otras historias, y que las nubes son solo el reflejo de la tristeza que las mujeres guardamos cuando somos abandonadas y marginadas por los hombres.

No importa cuánto vales para los demás. El valor es una palabra que para algunos hombres  no tiene importancia. Vale más un borrego que la esposa o las hijas. Yo no valgo nada para ellos, solo debo cumplir lo que me mandan. Si no respondo a mis obligaciones de la casa y del campo, algún miembro de la comunidad podría denunciar mi conducta inmoral al Cabildo, que está conformado únicamente por hombres. Ellos podrían castigarme públicamente, obligar a mi marido a quitar mis ropas, lanzarme agua y golpearme con ortigas hasta dejarme inconsciente; humillarme, porque para eso “marido es”.

Los tiempos han sido difíciles, la cosecha de choclo y de fréjol no llegan a ser suficientes para mantener la casa. No regresan las lluvias. El suelo aún conserva su verdor pero es cada vez más desértico. Mi marido, Pedro Guacho, ha tenido que viajar a Riobamba en busca de trabajo como cargador de costales en los mercados. Mis hijos, Juan y Vicente, han seguido a su padre. Nos quedamos solas mi hija Rosita y yo. Desde entonces, Rosita no ha vuelto a la escuela. Ella me ayuda a lavar la ropa del patroncito Maldonado que vive en el pueblo, también limpiamos los pisos y lavamos los trastes de su cocina. Luego, nos da de comer lo que le sobra. A veces, al mediodía, nos vamos a la plaza para descansar en alguna banca, escuchar el gorjeo de las palomas y recibir un rayo de sol. Al atardecer, hurgamos en la basura esperando tener mayor suerte.

Pero hoy ha sido una tarde distinta. De regreso a casa, caminando por el páramo, con el viento helado que azota nuestros rostros, por este camino de olvidos, de fracasos y pobreza, observamos la planicie donde se levantan las montañas. La garúa moja nuestros sombreros de paño, los ponchos raídos, los zapatos cansados. Un arcoíris cubre a la Mama Tungurahua. Mientras contemplamos el cielo, le cuento a Rosita la historia de los augurios de amor, de las muchachas y las nubes.

 

Liyanis González Padrón