RATAS EN EL PARAÍSO

Relato de Rafael J.Álvarez

Yo no tengo permiso ni para morir. Me las ingenio bien para cocinar la nada y hay veces que los bichos no saben a bichos. No hay más reto que la tripa vacía de un hijo. O de dos. O de cinco. O de los siete, los que nacieron del amor y los que vinieron de la mordaza, los golpes y el jadeo de un hombre sin mirada, el señor de la casa … Leer artículo completo

Lugares desolados, en medio de la inmensa nada, donde conviven miles de personas sin las más mínimas condiciones, sin alimento, desnutridas y ahogadas…heridas en el alma.

Francisco Magallón – Haití, 2011

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Yo no tengo permiso ni para morir. Me las ingenio bien para cocinar la nada y hay veces que los bichos no saben a bichos. No hay más reto que la tripa vacía de un hijo. O de dos. O de cinco. O de los siete, los que nacieron del amor y los que vinieron de la mordaza, los golpes y el jadeo de un hombre sin mirada, el señor de la casa.

Aquí, en el paraíso, nunca nos aburrimos. De día limpiamos zapatos a cambio de maíz o vendemos ovillos de hierro. Si las ratas nos han dejado dormir, tenemos fuerzas para rebuscar objetos en esta llanura rica en pobreza. Y si no, también.

Un día, cuando mi marido no me vea, les enseñaré mis piernas. Hay tardes que juego a saber cuántos años tengo por la antigüedad de las mordeduras de rata en mi piel, como los anillos de los árboles para adivinar su edad. Yo creo que tengo 50 mordiscos, medio siglo de vida. Ya va siendo hora de morirse. Pero no me dejan.

Yo nací en una casa de madera y latón y nunca he pulsado un interruptor de luz. En mi vida siempre ha sido de noche. Cuántas veces hubiera querido iluminar el mundo para saber quién dispara a nuestros vivos muertos, quién nos viola y quién secuestra a nuestras hijas para venderlas como esclavas sexuales al otro lado del Caribe.

Yo no sé leer ni escribir. Sólo sé pensar. Sé que al norte de la isla, las mujeres de 50 mordeduras comen a diario, viven en casas que aguantan terremotos, tocan agua transparente y tienen bombillas. Aunque, seguramente, no se libren de las órdenes de sus hombres y de las violaciones legales de sus maridos.

Sé que los haitianos somos los inmigrantes de los inmigrantes, los pobres de los pobres. Sé que mi país no es un país, que muchos hombres van armados, que no hay escuelas públicas, que los virus no son informáticos, que ya no hay bosques, que si llueve inunda y que el dinero internacional se pierde. Que somos una isla desierta.

También sé que hay gente que nos intenta ayudar. Incluso blancos. Nos traen arroz, legumbres y medicinas. Y agua sin color y sin olor. Tratan de que sepamos más y de que nos organicemos. Pero aquí, en el paraíso, las únicas que se organizan son las ratas.

Y hay una cosa más que sé. Sé querer. Quiero a mi familia, quiero a los que son como yo porque nos miramos, quiero a las mujeres porque soy una de ellas y ellas son una de mí.

Ya no sé si quiero a Dios. Sé a quién no quiero. Y no quiero el paraíso. Por eso no puedo sonreír para la foto. Por eso no me puedo morir.

 

Rafael J. Álvarez